Líder
de cabras, había sido porquero, ovejero, labrador, aparejador de mulas,
mamporrero, lo que hiciera falta. Conocía el campo y sus herrerías, sobre todo
el azadón, la hoz, la guadaña, el trillo y como no, el pico y la pala. Era bien
mandado tanto para regadío como para secano. Compartía las gachas con la
cuadrilla bajo cualquier sombrajo. Esa misma cuadrilla y unas plumas le
delataron ante la justicia del Rey. Todos comieron de la gallina del corral del
amo, y a la insinuación de galeras, todos le señalaron, y él, el ganapán
Garbucio, hijo del vientre de su puta madre, corrió y corrió hasta Palos de la
Frontera, donde se topó con el mar y al no saber nadar, hubo de parar.
Ya
nadie le perseguía, tan solo su miedo por la acumulación de los pequeños hurtos
a los que se vio obligado en un camino de prisas y sin papeles de Señor.
Palos
bullía de actividad, allí todos eran marineros o tenían que ver con la mar.
Hablaba poco para que su acento no le delatase, escuchaba de enrolamientos,
unos de mucha fortuna y otros tenebrosos a los que pocos se apuntaban. Merodeó
por la ensenada, avistó los barcos más grandes que pudiera soñar, y observó
como los cargaban con gallinas, patos, cabras, vacas y caballos. Delante de uno
de esos barcos, había una mesa con una silla en la que un emplumado sentado
escribía, a su lado estaba un lancero con yelmo. La gente se acercaba y se iba;
preguntaban, unas veces el emplumado escribía en un libro y otras no. El de la
lanza no se movía. Se acercó y preguntó a uno de los que volvían en retirada
que qué era aquello…
—Un
punto de enrole para el infierno.
— ¿Cómo
ha de ser?
—Dicen
que van a las Indias, pero no saben por dónde, en la fonda, a alguno ya bebido
se le ha escapado que la tierra es redonda. Deben ser herejes, aunque lleven un
cura para disimular y hayan liado a los Pinzones.
— ¿Sin
ser marinero me cogerán?
—Algo
sabrá hacer vuesa merced
—Soy animalero.
—Eso
les vendrá bien y de lo otro ya te enseñarán. Con Dios mareante.
Garbucio,
con más miedo del lancero que a perder lo que tenía, se acercó a la mesa.
— ¿Necesitan
gente?
El
suboficial lo miró de arriba abajo y bajo los harapos adivinó un hombre joven,
de unos veinticinco años, sano y fuerte.
—Enséñame
los dientes —se los tanteó—, ¿eres marinero?
—No mi
Señor.
— ¿Qué
sabes hacer?
—Conozco
bien a las cabras, los cerdos y los burros, me entiendo bien con los animales.
—Aquí
no te han de faltar, ni en la bodega ni en la cubierta —dijo el suboficial
reprimiendo una sonrisa—, ¿eres cristiano?
—Cristiano
viejo mi Señor.
— ¿Cómo
te llamas?
—Garbucio
—al decirlo miró de reojo al lancero que no se movió.
—Garbucio,
¿qué más?
—Ná más.
— ¿Cómo
se llamaba tu padre?
—Nonsé.
— ¿Y tu
madre?
—Folía,
la Folía le decían.
— ¿De
dónde eres?
—De
Muras Señor.
— ¡Será
de Muros!
—Como
diga su Ilustrísima.
— ¿No
preguntas por la paga?
—No
Señor, en barco tan grande buena ha de ser.
—Pon
aquí tu marca —Garbucio se aplicó a ello y puso un palote largo vertical y otro
más corto a su lado que le representaban a él y a su perro, cuando lo tenía.
—Bien,
Garbucio Nonse de Folía, mañana vas a la misa de las cinco y te vienes con
todos, partimos al alba. —Así quedó rebautizado y contratado.
Era el tres
de agosto de mil cuatrocientos noventa y dos, cuando saliendo de la iglesia de
San Jorge Mártir, subió a la panzuda carabela llamada la Niña a cuyo mando iba
Vicente Yáñez Pinzón.
Lo que
pasó en este viaje y a la vuelta lo tienen contado muchas crónicas que al mundo
han interesado; más es mi gusto destacar como Garbucio que era el último entre
los suyos fue de los primeros entre los indígenas, y no porque ellos fueran
tontos, sino porque sorprendidos por las novedades quedaron en disposición de
aprender, al principio de buen grado y después por la Gracia de Dios. Pocos se interesaron
en entender al nativo más allá de su utilidad para el trabajo y de su
conversión para gloria de la Reina Católica.
Tras un
viaje trasformador en el que Garbucio y sus compañeros sobrevivieron de
milagro, no tuvieron ninguna duda en considerarse “los elegidos”; sí, ellos
también. Tocados por la fuerza que da la supervivencia, estos migrantes
encontraron recursos en su interior para transformar el mundo que tenían ante
sí, a su imagen y semejanza, apartando lo desconocido e incorporando lo mínimo
necesario. Ocurrió y volverá a ocurrir que el emigrante que en apariencia no
lleva nada, porta su cultura, su tendencia a expandirse, y en el contacto de
culturas diferentes, pasan cosas, generalmente inesperadas.
“… me
picarás… está en mi naturaleza”.
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