Su lado oculto

La había conocido en un curso de cocina. Ella estaba allí para perfeccionar; él, por hacer algo distinto y por ver si podía mejorar su desastrosa dieta. La verdad era que a ninguno de los dos les gustaba cocinar. Cuarentones y solteros, a la primera mirada hubo una cierta simpatía.

La propuesta del café después de la clase surgió de él, o por lo menos eso se creía. Ella casualmente no tenía nada que hacer en ese momento. Hablaron del curso, de las prácticas, de los compañeros, y de que ninguno tenía pareja.

Ella era atractiva, iba maquillada, de peluquería y con una cuidada conjunción en el vestir. Su voz sonaba dulce, agradable y su sonrisa era angelical. Entornaba los ojos al ritmo de sus palabras y de las circunstancias. Era capaz de escuchar sin interrumpir, y lo más increíble, no opinaba si no se le pedía. Aceptaba las picardías con gracia, pero sin entusiasmo. Hizo Derecho, y con un meticuloso plan de estudio aprobó unas oposiciones para Abogado del Estado. Su padre era militar de la vieja escuela; el honor, el deber, la patria y los cojones estaban a la orden del día. Su madre era una meticulosa funcionaria de la Hacienda Pública, sometida al marido, esclava de los hijos (dos chicas y tres chicos) y de la casa.

Él tenía un aire despreocupado que lo hacía interesante, aunque se le veía un poco desastrado; su uniforme consistía en camisa de dos o tres días y vaqueros fieles que le seguían a todas partes. Su incipiente barriguita apuntaba a cumbre cervecera, ya lucía algunas canas y tenía el pelo en guedeja. Le gustaba hablar, opinar de todo, aunque también sabía escuchar. Tenía buen sentido del humor y era capaz de reírse de sí mismo. Siempre andaba metido en alguna ONG, eso sí, que no tuviese que ver con ningún dios, pues estaba convencido de que ellos le habían abandonado. Era hijo único y maestro, como lo habían sido sus padres.

En el segundo café empezaron a hablar de sus ex parejas, de sus trabajos y de cómo veían la vida.

En la tercera cita, después del café, hubo un paseo por el Parque del Oeste. En Rosales sus manos se entrelazaron, ella reclinó suavemente su cabeza sobre el hombro de Luis y él liberando su mano pasó su brazo sobre los hombros de Mercedes. Allí surgió el primer beso, todo muy natural.

A estas alturas ya sabían que vivían solos, y el cuarto café se planteó en casa de Mercedes, en ambos flotaba un velado deseo.

Llegó Luis puntual y con una cajita de bombones de licor para acompañar el café. Mercedes abrió la puerta y lo saludó con un breve y mullido beso.

En el recibidor Luis sintió como una punzada en el estómago, - serán mariposas de enamorado – pensó. Primero le llegó el olor a nogalina y el brillo de la lámpara de cristal reflejado en el parquet taraceado recién encerado y lustrado. La presencia de un soberbio taquillón cubierto de figuritas de cristal y de cerámica, presidido por un espejo de dorado y caracoleado marco, junto a dos sillas estilo Luis XV, y un par de cuadritos de paisajes completaban aquella estancia.

Ella se apresuró a cogerle de la mano y le dijo: - Ven, te voy a enseñar la casa.

Se la enseñó como de pasada. A Luis, que ya había quedado impresionado por el recibidor, le pareció estar visitando un museo más que un lugar en el que se pudiera vivir. Estaba empezando a sentir desasosiego.

-Pasa al salón mientras acabo de preparar el café. Le dijo Mercedes.

Luis accedió al salón y aunque ya lo había visto, se quedó como petrificado, ella trató de animarle diciéndole: -¡Pero hombre, siéntate!

-¿Dónde?, preguntó tímidamente.

-¡Ahí, en el sofá! ¿Dónde va a ser?

Aquel sofá que a Luis le daba reparo mancillar, seguramente no tendría competencia en el Palacio Real, y temía romper el orden de los cojines al sentarse. En la mesita que antecedía al sofá, numerosas figuritas se desparramaban por la superficie de cristal que no albergaba ni una sola mota de polvo. Por fin se sentó. No pudo evitar sentir la presencia de aquella enorme araña de cristal en el techo, tan desproporcionada, ni la abrumadora presencia de la librería clásica, huérfana de libros y abarrotada de figuritas. Una mesa de cabrioladas patas y tablero de nogal, era acosada, otra vez, por sillas Luis XV.

Se veía tan fuera de lugar cual gallina en garaje. Llegaron el café, los bombones, los roces, los arrumacos..., se debatía entre su deseo cada vez más excitado y las voces de su cabeza que le decían: -cuando vaya a tu casa se muere, tú lo tienes todo a mano, y friegas los platos de la pila una vez a la semana, los libros los necesitas abiertos para trabajarlos y va a pensar, como las otras, que lo tienes todo desordenado, y te va a decir lo que ya sabes,… que desde cuándo no limpias… ¡te va a machacar la cabeza!

Su instinto sexual luchaba con su instinto de supervivencia, sabía que corría el riesgo de ser anulado, sabía que para él un polvo no era solo un polvo, que tendría continuidad y que acabaría queriéndola y sufriendo por ella. Habían hablado de lo divino y de lo humano, Mercedes era una gran persona, pero otra cosa era ver su entorno, sus detalles, su forma de vivir, su nido; todo aquello no tenía nada que ver con él, le generaba tensión y sabía, porque ya le había pasado otras veces, que en eso era débil, que dejaría de ser él mismo para satisfacer los gustos de ella y por no discutir.

Ella lo miró con una sonrisa picarona; como sin querer deslizó su mano por la entrepierna de Luis y le dio un suave apretoncito, le notó excitado. Le dijo: -espera- y se fue a su habitación a ponerse el picardías nuevo que había comprado para la ocasión.

Al rato le llamó cariñosamente: -Luis, ven…


Tras unos segundos oyó como se cerraba la puerta de la calle. Lo que no pudo oír fue a Luis bajando las escaleras de dos en dos como alma que lleva el diablo con la cara desencajada diciéndose a sí mismo “¡No, por Dios, otra vez no!

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