Juan y Pedro eran dos amigos de toda la vida, los
dos estudiaron veterinaria y ejercían en el pueblo que los vio nacer.
Tenían por costumbre comprar todas las semanas un
décimo de lotería y compartirlo. Aquella semana quiso la casualidad que ambos
comprasen el mismo número, en distinto día, y en distinta administración, el
05518.
Juan quiso ver en aquella coincidencia una señal del
hado y llegó a la certeza de que les tocaría el gordo.
Pedro, más socarrón y despreocupado, no prestó
demasiada atención a aquella casualidad y siguió con su vida, su trabajo,
familia y amigos.
Juan cayó en un estado de ansiedad que le llevó irremediablemente
a la angustia. No podía dejar de mirar la fecha del sorteo, el 10/9/18; el
número que habían comprado terminaba como su teléfono, en 18, que además era el
año en el que estaban, a lo que se añadía que sumando los dos 5 obtenía el 10,
el día del sorteo, y la suma de los dos últimos dígitos, el 1 más el 8 señalaba
el mes. En esos días se agudizó su Fe, hablaba con Dios, pactaba
unilateralmente con Él, le prometía, le rogaba, le suplicaba…
─ ¡Son datos para el que quiera ver! ─ Se decía a sí
mismo.
No podía comer ni descansar ni dejar de fantasear
sobre el importe del premio y lo que haría con su parte. El tiempo pasaba muy
despacio. Se encerró en casa y presa de un agotamiento mental cayó enfermo. No era
la primera vez que le ocurría, no podía evitar obsesionarse con las señales que se le aparecían por todas partes.
Llegó del día del sorteo.
Temprano recibió una llamada de su amigo Pedro para
que fuera con él a atender una urgencia en de una vaquería cercana en la que al
parecer se había desatado una epidemia.
Pese a su angustia cedió a la demanda de su amigo.
Juan conducía con la radio puesta, esperando el
sorteo, e ilustrando con sus cábalas a su amigo que se regodeaba de él
señalándole que se había olvidado del cero que iniciaba el número como
prolegómeno del resultado, sin poder dejar de tomarle el pelo.
En un cambio de rasante se encontraron con un
remolque lleno de heno atravesado en la carretera. No lo pudieron evitar y los
dos amigos pasaron a mejor vida.
Cuando llegaron ante el Señor, pesó sus almas y las
encontró justas y equilibras; después les preguntó por el uso que habían hecho
de sus talentos, de las habilidades que les concedió al nacer, ¡como si no lo
supiera!
Pedro dijo: ─Señor, yo he tratado de ser feliz y de
disfrutar de lo que has puesto a mi favor.
─Bien ─dijo el Señor─, veo que has regado mi reino
de alegría y felicidad. ¿Y tú, Juan?
─Señor, casi lo consigo; de no haber sido por tu accidente,
hubiera tenido el dinero y con él la seguridad que necesitaba para ser feliz y
ensalzar tu Nombre.
─ ¡Ya! ─le respondió el Señor mirándole fijamente a
los ojos─, pero veo que lo que has hecho ha sido inundar mi reino con el chapapote de tus ansiedades y tus
angustias.
» Tú Pedro vente conmigo que nos vamos a echar
unas risas y tú Juan vuelve a donde viniste a ver si aprendes a vivir. Es tu
última oportunidad.
Angustiarse por lo que está por venir es lo más absurdo que podemos hacer y, aun así, muchas veces lo hacemos. Hay quien ha llenado su vida de esa angustia por lo que va a suceder (y muchas veces no acaba sucediendo). No estaría nada mal que estas personas tuvieran una segunda oportunidad en una reencarnación.
ResponderEliminarHa habido un momento, tras la muerte de los protagonistas y su presencia ante Dios, que me ha recordado a los chistes de fallecidos que van al cielo, jeje. Pero finalmente el relato se ha convertido en un cuento con moraleja.
Un abrazo.
Si, anticipando se sufre, aunque se anticipe algo bueno y si es malo y sucede, sufres dos veces, una de ellas gratis, la anticipada. Creo que no tiene remedio.
EliminarUn abrazo