Su memoria tenía fijado el origen de su mal en un consejo o refrán
de su padre: “se aprende más escuchando que hablando”.
Recordaba que lo escuchó por primera vez con once o doce años,
pero sin duda la siembra de su silencio interior había empezado mucho antes.
Al ser un varoncito rodeado de cuatro mujeres, pocas oportunidades
tuvo de participar en las conversaciones entre la madre, su hermana y sus
hijas. Allí se hablaba de “cosas de mujeres”. Las madres comentaban los sucesos
de las vecinas y “amigas”, se instruía a las hijas en el bordado de ajuares o
en la prevención de las tretas de los hombres ante el mayor peligro de salir
con una barriga. Mientras tanto se sisaba, se menguaba y se añadían o quitaban
puntos.
Las frases como “niño vete a jugar por ahí”, o “niño ponte a pintar”, por
aquel entonces fueron vividas como un rechazo del grupo, un “¿qué haces aquí
con nosotras?” Solo con el tiempo le fue posible la conciencia sobre el dolor
de aquella condena a la soledad, pues allí no había nadie más.
Cuando alguna vecina poco avispada se dirigía a él preguntando… “y
tú rico ¿qué dices?”, se remachaba su condición con la lapidaria afirmación:
“este niño nunca dice nada”. Faltaría más, ya se encargaban las féminas
familiares de ignorarle, pues tan pequeño, nunca les sirvió de nada y cuando
más mayorcito se le pudo ver alguna utilidad trataron de encauzarlo según su
mejor criterio, pues estaba claro que él no lo tendría y si lo hubiera tenido,
de todas formas hubiera estado equivocado: “¡qué sabría él!” “¡a los hombres
hay que mandarles todo!”
Así, condenado a jugar con su propio pensamiento, o fantasía, o lo
que quiera que bullera en su cabeza, llegó en su auxilio el consejo paterno de
escuchar; consejo por demás superfluo, pues no había nadie a quien escuchar.
De todo esto sacó dos consecuencias: la primera más clara y
razonable, su padre tenía razón, escuchar era sin duda mucho mejor ya que
hablar resultaba poco menos que imposible. La segunda era una especie de qué se
yo, con respecto a las mujeres que le mantenía en una posición de atracción
hormonal y de rechazo vital.
Por la necesidad afinó el arte de la escucha, una rara habilidad
que le barnizó con un aura de misterio, sabiduría y respetabilidad. Pronto notó
que se reclamaba su presencia no para juergas ni diversiones, sino para volcar
sobre él todo tipo de desdichas y frustraciones. Al principio se creyó en la
obligación de opinar o de emitir algún consejo, pero estaba claro que no era
esa la demanda. De él solo querían un tímpano contra el que estampar todas sus
interioridades.
Se dio cuenta de que su padre le había engañado pues él también
era de los que pugnaban más por hablar que por escuchar.
Se miró y vio que pese a conocer muchas historias ajenas, estaba
bastante desorientado respecto de la suya. No se había escuchado a sí mismo
nunca, pues le habían dejado bien claro que lo suyo no era interesante. Una
cosa era fantasear y otra muy distinta, y seguramente más útil, hubiera sido
contrastarse con alguien dispuesto a ello, pero no lo había. Rodeado poco, y
solo mucho.
Las hormonas empujaban con la misma fuerza que las expectativas
sociales, las preguntas de la familia y los alardes de los etéreos amigos sobre
las novias.
Llegó la época en que los amigos fueron abducidos por el otro sexo
y puestos a la orden de perpetuar la especie. Él mismo tenía la fantasía de la
comunión genética. ¡Poderosa Naturaleza!
Probó, con distintas tácticas acercarse a los seres que una y otra
vez le rechazaban (sí, hubo un tiempo en que eso era lo normal). El mandato de
“creced y multiplicaos” estaba asumido, era coherente y de imperiosa
aplicación. Con respecto a lo de “amaos los unos a los otros” aparte de llegar
tarde no hizo más que sembrar confusión, pues estaba lleno de subjetividades
con respecto a qué era eso del amor y de quienes eran los unos y quienes eran
los otros. En su día creyeron terminar con la proclama crucificando al autor,
pero subestimaron el poder de las palabras ambiguas que te ofrecen salidas a la
carta.
Todos estos antecedentes han de servir, o al menos esa es la idea,
para entender la timidez, el retraimiento, el desencanto y el definitivo
desapego de nuestro protagonista con respecto a la especie humana, a la que
pertenecía, muy a pesar suyo.
De una manera subliminal, los sucesos, las personas y hasta las
cosas le mandaban las mismas señales de su infancia: “Tú no existes”.
Vayan por caso algunos ejemplos:
En la infancia, además de las mencionadas pruebas de “niño, vete a
jugar por ahí”, también supo que él no podía saber si tenía frío o calor, ni si
le gustaba una comida o no, ni si quería la leche fría o caliente, ni si lo que
quería era una guitarra o una bandurria, para eso estaban sus padres, más
concretamente su madre.
En su etapa de pre adulto, cuando iban a los bailes en grupo,
obtuvo más pruebas de su dolencia. Los amigos conseguían bailar, pero él por
más que les pedía a las chicas que bailasen son él, no conseguía ni que le
miraran ni que le contestaran. “¿Hablaría demasiado bajo?”
Más mayorcito, por educación o amabilidad, cedía gustosamente el
paso o el sitio, tanto a hombres como a mujeres. Esto le llevó en más de una
ocasión a quedarse a las puertas de una taquilla de cine recién cerrada, o a
perder uno o dos ascensores porque por fin, cuando ya entendía que podía
entrar, estaban llenos. Otras veces tenía que luchar contra la turba que
arremetía al interior del vagón del Metro, sin esperar a que saliese el último,
que solía ser él.
Dónde con más crudeza constataba su invisibilidad era en las
cafeterías, algo que no le resultaba difícil asumir si estaban llenas, pero
cuando entraba en una vacía y se sentaba en la barra esperando a ser atendido,
sin querer interferir en la tarea del camarero, ahí le quedaba claro que era
invisible, el camarero trajinaba como si no estuviese, y para su mayor
perplejidad, si entraba alguien en el local, antes de que llegase a la barra ya
le estaba preguntando qué quería.
Lo de que tuviera que pedir la cuenta a los camareros hasta diez
veces… “¿Cuánto es?”, lo justificaba porque entendía que siempre
están mal pagados y para vengarse de sus jefes provocaban que los clientes se
fuesen sin pagar, algo que él era incapaz de hacer.
Hasta ahora, ustedes me dirán que quién no ha tenido una
experiencia similar. ¿Pero qué me dirían si en la panadería, como le sucedió a
nuestro protagonista, atienden a la persona que va delante de usted
y cuando le toca el turno le preguntan a la persona que tiene detrás de usted?
Las pruebas de su invisibilidad eran abrumadoras.
Lo de ir por la calle andando teniendo que retirarse al paso de
los demás para no ser arrollado era una constante. Una vez, en una distracción
colisionó con otro viandante con el resultado de que nuestro sujeto rodó por el
suelo. Al sentir el golpe le increparon por no mirar por dónde iba, lo que
resultó comprensible, porque al fin y al cabo sabiendo que él era invisible
debería de haberse andado con más cuidado.
En los grupos le pasaba algo parecido, veía como los contertulios,
unos más y otros menos, opinaban, aunque fuera a codazos, gritaban, se quitaban
la palabra, la atropellaban, no se escuchaban y hablaban de cosas que no tenían
relación las unas con las otras. Se llamaban mutuamente mentirosos, no se
respetaban, empeñados en tener razón a vida o muerte. Huía de las
aglomeraciones de más de dos, de aquellas ensaladas de egos aderezadas con
tabasco en las que le resultaba imposible participar.
Con el tiempo le fue viendo las ventajas a aquello de ser
invisible, la más evidente es que nadie trataba de influenciarlo, ni
convencerlo de nada con lo que le resultaba más fácil tener su propia visión de
las cosas, aunque a nadie le importase.
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