Antonio se vio
envuelto en una serie de circunstancias que imperceptiblemente le quitaban el control de su vida y le iban dejando al albur del “progreso”.
Recordaba que
primero le obligaron a abrirse una cuenta en un banco porque para la empresa
era más fácil hacerle una transferencia que tener que disponer de pagadores.
Total era gratis.
Después lo de pagar
con tarjeta parecía más cómodo que llevar dinero encima, y total era gratis.
Ponerse la gasolina
uno mismo, era más rápido y divertido, aunque le cobraban lo mismo. Lo malo fue
que el empleado que ponía la gasolina acabó en el paro y lo que empezó por diversión terminó en obligación.
Consultar las
cuentas por internet era fácil, ya no hacían falta cartillas ni el D.N.I., tan
solo una clave. Los bancos ya no querían verle, ni a él ni al color de su
dinero, tan solo querían sus apuntes digitales.
Lo digital ganaba
importancia; si no estaba en las redes sociales, era un bicho raro a
extinguir. Un simple comentario bien iluminado, “digitalmente”, servía para
elevarle a la gloria o hundirle en los infiernos “mass media”.
El Estado empezó a
comunicarse con sus administrados por la Red, primero voluntariamente, después
obligatoriamente, con lo que muchos “analfateclos” quedaron al margen de la
Ley, otros acudieron a los nuevos escribas, poseedores de firmas digitales y
conocedores de las exigencias de los nuevos tiempos.
Un empujoncito más
fue lo de suprimir el papel, primero como opción voluntaria y ecológica, luego
ya descaradamente como imperativo de ahorro por parte de las empresas. Los
justificantes y facturas pasaron a ser digitales, de modo que si las quería
reclamar algo, la tinta y el papel de la impresión del justificante iban por su
cuenta.
A Hacienda no valía
decirle que no tenías los justificantes de las facturas porque un virus se había
comido el ordenador, como le pasó a Antonio.
El poder de la
informática planeaba sobre cualquier aspecto de la vida civilizada. Situaciones como la que le sucedió a
Angustias, a la que la Seguridad Social no quiso atender porque en los ficheros
figuraba como fallecida, aun estando ella de cuerpo presente, eran
lamentablemente frecuentes.
Después se supo que
los bancos sufrían robos telemáticos, aunque les resultaba más a cuenta callar
que renegar de los nuevos tiempos.
A Antonio, Hacienda,
incrédula, lo metió en la cárcel.
La cárcel, ya se
sabe, es un concilio multi-sapiencial y Antonio que sabía relacionarse, conoció
al hampa digital y a la tradicional, con ellas urdió una fina vendetta, que para muchos de sus nuevos
amigos no era más que un reto divertido. Ahora les tocaba a ellos, quid pro quo.
Con todo el tiempo
del mundo, convenció a sus colegas informáticos para crear un virus, el CLRW, que se implantase poco a poco en todos los servidores del mundo, tanto
terrestres como de “nubarrón”, y estuviese listo para actuar el primer día del
año siguiente. Enmascarado en el correo, dormiría en las bandejas de entrada o
en las papeleras esperando la vuelta de las vacaciones de Navidad, saltando de
servidor en servidor hasta llegar al punto más lejano que le fuese posible
alcanzar en el tan esperado día de Año Nuevo.
Objetivo principal
eran las centrales eléctricas, pues sin ellas nada funcionaria, había que
paralizarlas, tanto a ellas mismas como a todo lo que colgase de ellas, para lo
que se podía contar con la infinidad de microprocesadores conectados a las
redes; primero serían los contadores del suministro y después todos los
trebejos de las casas, tan solo se salvarían los cacharros más antiguos. Había
que hacerles llegar el CLRW.
El virus comenzaría
sustituyendo bits aleatoriamente dentro de los ficheros, tanto de programas
como de datos, con varias capas de escritura, sin cambiar sus propiedades,
manteniéndose lejos de los sectores de arranque, para ser detectado lo más
tarde posible, para una vez irrecuperables los ficheros, encarar los índices y
los sectores de arranque reescribiéndose
a sí mismo hasta autodestruirse sin dejar rastro de su paso por este mundo.
A sus amigos de
bomba y metralleta los convenció para que el mismo día, apelando a distintos
criterios, ya económicos, ya religiosos, según sus distintos credos, hiciesen
saltar por los aires servidores, ordenadores, almacenes de datos y centrales
eléctricas claves convenientemente señalizados en planos a nivel mundial.
También se veía con simpatía la destrucción de cableados, si fuesen
transoceánicos mejor, y de centros de control de satélites.
La idea de que
desapareciesen los registros de sus antecedetes penales les resultaba muy atractiva. La libertad estaba a la vista.
La maraña de
contactos, tanto dentro como fuera de la cárcel estaba en marcha. Algo se
movía.
El día uno de
enero, la Naturaleza contribuyó con dos terremotos de 7 y 9 grados en la escala
Richter, el uno en San Francisco y el otro en Washington D.C., y un par de
erupciones volcánicas, con un VEI de 7 en el Popocatépetl y de 8 en el monte
Fuji. El Sol se unió a la fiesta con una eyección extraordinaria de masa
coronal que originó una tormenta magnética. Muchas ciudades quedaron a oscuras,
lo que se atribuyó a la mala suerte, al exceso de demanda y al poco personal de
mantenimiento en esos días.
Los policías y
bomberos de todo el mundo, con solo media plantilla disponible, no sabía los motivos
de las explosiones que estaban atendiendo; resultaba extraño la ausencia de
víctimas humanas y el aparentemente escaso interés político o militar de los
objetivos.
Angustias, presa de
un ataque de angustia, esa noche acudió a urgencias en donde a su llegada ya
habían conseguido iluminar el centro con un grupo electrógeno, pero la pasaron
a la sala de espera en tanto se restableciese el programa para comprobar su
identidad.
Los ciudadanos que
acudieron a los cajeros para seguir la juerga los encontraron fuera de servicio
y los pocos tarjeteros que funcionaban no autorizaban las operaciones.
Al día siguiente
los políticos de todo el mundo bramaban porque se habían quedado sin ciudadanos
a los que administrar. Los hospitales tenían las salas de espera a rebosar,
pero se encontraban con las manos atadas porque aquellas personas no existían
para ellos, y alguien tendría que hacerse cargo de los gastos.
En los bancos había
colas de ambulancias para recoger a los infartados que fueron a sacar algún
dinerillo y allí les dijeron que no sabían nada de ellos, que les llevasen
algún justificante para demostrar que eran clientes, pero solo tenían unas
claves de unas aplicaciones desaparecidas.
No se pudo acceder
a ninguna copia de seguridad que soslayase la acción del virus destructor
porque los apoyos físicos de los bits habían volado por las “nubes”.
No fue un final
feliz, aquella sociedad que subió exponencialmente, bajo verticalmente, y en un
par de meses regresó a una mezcla de sociedad medieval y pre industrial en
donde todos los roles hubieron de ser de ser reaprendidos.
La poderosa
informática que encumbró una civilización en menos de cien años, al mostrar su
tiranía sembró el germen de su propia destrucción.
(La posibilidad
está servida)
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