Baskerville era uno de tantos pueblecitos dispersos
en el Este Americano, en el condado
de Mecklenburg de Virginia rodeado de inmensas zonas boscosas. Sus habitantes adoraban la paz y la tranquilidad;
las novedades allí tenían que entrar despacio, tomarse su tiempo.
Todos los roles en
el pueblo estaban convenientemente distribuidos, y pocos o casi nadie aspiraba
a cambiarlos. Todos sabían quien era el panadero, el policía, el alcalde, el
pastor, etc.
Emma era la mendiga
del pueblo, de pelo canoso, altura acortada, cojera basculante, ropa oscura y
desaliñada. Los músculos huidos de su cuerpo dejaban ver una piel arrugada por
falta de soporte. En su cara quedaban restos de alguna belleza un poco aniñada.
Vivía a las afueras, en la que fuera la casa de sus abuelos, medio derruida por
falta de mantenimiento.
Chloe era la samaritana
que más se ocupaba de ella. Era un poco más joven, había conocido a sus abuelos y la veía como a
una vecina muy cercana. Recordaba que de pequeña, había oído historias sobre
los vecinos de la casa de la verja verde. Su madre había sido amiga de la madre
de Emma, y la recordaba con tristeza. Le contó que se fueron del pueblo
buscando médicos que les pudieran ayudar con una extraña enfermedad de su hija,
y nunca más volvieron, ni para el entierro de los abuelos que quedaron en la
casa. Fue algo muy extraño de lo que nadie quiso hablar.
Estaban a finales
de agosto. Emma salió a hacer su diaria ronda pedigüeña a sus samaritanos
habituales. Algo raro pasaba en el parque que estaba junto al colegio, había
revuelo y griterío de adolescentes. Se acercó a ver.
La mayoría de la
gente que ve a un bebé sentado en su sillita, queda irremediablemente atrapado
por su mirada, y lo mira como queriendo hacerle una gracia.
Los bebés parecen
seres indefensos y lo son, pero la naturaleza les ha dotado de unas
características que impulsan a los adultos a ocuparse de su cuidado, a no
abandonarlos a su suerte. Algunas de éstas características son: ojos grandes,
mirada fija o perseguidora siempre abierta, sonrisa o risa amplia, llanto
estridente, cabeza redondeada y pelona, mofletes y labios carnosos, prestos a
la succión, descoloridos sea cual sea su raza. Este conjunto empaquetado en su
mínimo tamaño, provoca en los adultos, más a las hembras, un efecto llamada
irresistible, oxitocina de por medio.
Amelia dejó el
colegio casi el mismo día que salió de cuentas, y ahora estaba enseñando su
bebé a sus antiguas compañeras de clase, alborotadas por la presencia del
recién llegado. Entre ella y Donald, su novio de toda la vida, ayudados de sus
familias, cuidarían de la maravilla que orgullosa lucía en su carrito.
En aquel pueblo la
natalidad era muy baja, y un bebé era todo un acontecimiento.
Emma, según su
costumbre, le pidió alguna dádiva a Amelia, y a ésta su presencia le estorbo el
júbilo y le dijo:
— ¡No molestes! ¿No
ves que estamos con el bebé? — A lo que Emma contestó tristemente:
—Vas a tener bebé para
rato. —Y siguió con su ronda.
En Baskerville los
días se sucedían con su habitual monotonía. Amelia y Donald estaban felices con
su bebé. Cumplieron dieciocho años, algo que fue muy celebrado pues casi
nacieron en la misma fecha. Tal vez por aprovechar la fiesta de los cumpleaños,
se casaron ese mismo día, todo en uno.
Pero algo empezó a
inquietar a la feliz pareja, su bebé era en todo normal salvo en que a los tres
meses dejó de crecer. El pediatra al principio les dijo que no se preocupasen,
que estaba sano, que ya crecería, pero en el fondo él también estaba
preocupado.
La angustia crecía
mes a mes, pero el bebé no, se mantenía en la misma talla y peso que a los tres
meses de nacer, eso sí, sano.
Los médicos de
Baskerville, se reunieron en Consejo para dilucidar sobre el extraño caso, y,
declarándose incompetentes, sugirieron a los preocupados padres la consulta de
otro galeno que residía en la capital del estado, pero ni Amelia ni Donald, ni
ninguno de sus familiares en generaciones anteriores habían salido de allí.
Sentían verdadero pavor a salir de los límites de su pueblo, ciento cincuenta
kilómetros eran demasiados para ellos.
La gracia del bebé
se tornó en desgracia, aunque lo único que le pasaba era que no crecía,
mientras todo su entorno envejecía.
El caso, al
principio llamativo y singular, fue comentado por todos. Con el tiempo fue
dejando de ser noticia. Ya no extrañaba a nadie ver a Amelia, con cincuenta años
empujar resignada el carrito de su bebé, y a Donald en el bar en su nuevo rol
de alcohólico.
Solo Chloe sabía lo
que estaba pasando, pero estaba convencida de que si decía algo, la tomarían
por loca. Había sido la samaritana que atendió a Emma en sus últimos días, la
que le llevó alimento a su casa, la que cuidó de ella.
Emma, poco antes de
morir, más o menos a tres meses del encuentro que tuvo con Amelia en el parque,
le contó a Chloe, en un momento de lucidez, que ella había nacido el mismo día
que aquel niño, y que conocía su destino: el de no crecer, como le habría sucedido
a ella si sus padres no le hubieran sacado de Baskerville.
Fuera de allí
creció de una manera normal, aunque mantuvo las secuelas del retraso de más de
un año, que fue el tiempo que tardaron en salir del pueblo.
Pasó el tiempo y se
hizo antropóloga, especializándose en el estudio de las tribus indígenas de
América. Durante la realización de su máster, encontró un legajo que recogía
una antigua maldición de un gran sacerdote de los powhatan, echada sobre los
usurpadores que les obligaron a abandonar sus tierras en el año mil seiscientos
cincuenta:
«Todo aquel que nazca en estas tierras, en un día
tan triste y vergonzoso como lo es el de hoy, el día más largo del año, jamás
crecerá mientras respire el aire de nuestros antepasados»
Le llamó la
atención el que el día más largo del año era precisamente el de su cumpleaños,
el veinte de junio. Comprobó horrorizada que aquellas tierras eran las que la
actualidad ocupaba el condado donde ella había nacido, y lo relacionó con lo
que le había pasado. Ella, que era una mujer de ciencia, no debería creer en
magias ni supersticiones, pero era la primera vez que encontraba una explicación
a la dolencia que le acompañó toda su vida.
Con ese
conocimiento y la vivencia en sus propias carnes, volvió a donde había nacido,
a la casa abandonada de sus abuelos. Pensó que a su edad poco podía afectarla
la maldición, pues estaba todo lo crecida que podía esperar. Quiso informar a
médicos y autoridades de su esotérico descubrimiento, y tan solo consiguió labrar
su descrédito y su locura. Se fue enrareciendo, retirándose del contacto
social, entrando en un mundo de alucinaciones, ya sin padres que le sacasen de
allí, de ese lugar tan pequeño, en el que no encontró afecto, ni comprensión,
tan solo un poco de lástima y mucha marginación. La maldición se volvió a cebar
sobre ella, esta vez sobre su crecimiento psicológico.
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